jueves, 22 de agosto de 2013

Diminuto (#Discapacitados Emocionales)

Martes. Microcentro. Suena “A la próxima” de Loli Molina.

Hace mucho que no me siento en un bar a escribir, mucho menos a mano. Estoy tratando de alejarme un poco de la computadora porque me duele la espalda constantemente, tengo una postura de mierda.
Antes no era así. En un momento dejé de quererme, no sé bien que pasó. Sentía tan poco amor propio que ya no me molestaba que la gente me vea gordo, encorvado y en jogging. Supongo que el haberme puesto de novio tuvo algo que ver en todo esto: querer tanto a alguien hace que te olvides de dejar algo de amor para vos mismo.

Yo supe que lo nuestro iba a terminarse dos semanas antes que vos. Es la primera vez que me pasa, generalmente me entero último. Nunca me tocó ser el que dice “hasta acá llegué”. Me hiciste mudar del otro lado de Rivadavia ¿Si es mejor dejar o ser dejado? No sé, todavía no lo decidí, pero al menos estoy entendiendo un montón de cosas sobre mis exs que antes no me cerraban.

Las veces que fui abandonado pasé días sin comer ni dormir, no me entraba en la cabeza como la persona que hasta ayer me decía “te amo” hoy me estaba deseando lo mejor y que sea muy feliz en mi vida. Una vida donde no íbamos a estar juntos. Parecía una tomada de pelo.

Cuando alguien sabe que va a renunciar a un laburo de mierda aprovecha para mandarse todas las cagadas posibles. Saber que no hay nada que perder te da la posibilidad de convertirte en un hijo de puta sin culpa. Casi termino garchándome cualquier cosa que tuviera un corazón latiendo. Hasta se me ocurrió contagiarme ladillas para poder pasártelas a modo de suvenir. Pero no lo hice, no estaba en mis planes ponerme a tu nivel. Por primera vez en mi vida podía irme de una relación con las manos limpias y no quería arruinarlo.

En esas dos semanas en las que yo sabía que lo nuestro iba a terminarse me dediqué a disfrutar por última vez todo lo que me gustaba hacer con vos. La última vez que íbamos juntos al cine. La última vez que teníamos una discusión de dimensiones bélicas para decidir cuál película íbamos a ver. La última vez que me cagabas groso al aprovechar que como yo no tenía tarjeta de crédito tenías que sacar las entradas  para el cine que está cerca de tu casa porque ahí sí tenías descuento. La última vez que teníamos una discusión de dimensiones bélicas para decidir a dónde íbamos a cenar. La última vez que escuchaba tu “¿vas a comerte todo eso?” (que en realidad significaba “si engordas un kilo más te inscribió en lo de Cormillot”). Disfruté todo por última vez, incluso las cosas que ya odiaba de vos.

Hoy me desperté cantando, como hacía antes de conocerte. Extrañé tu voz reclamándome que las mañanas son para estar en silencio y para pensar en todo lo que hay que hacer en el día. Durante un año tuve que tararear en mi cabeza hasta que vos cruzabas la puerta para irte a trabajar, pero en cuanto te ibas yo despertaba a tus vecinos desafinando “I want you back” de los Jackson 5. Hacía la coreografía mientras me preparaba el desayuno, recién ahí comenzaba mi día. Te amaba tanto que esperaba a que te fueras para poder ser yo mismo. Me amaba tan poco que no noté eso hasta esta mañana.

En esas dos semanas te velé. A vos y a nuestra relación. Sepulté los planes juntos, a los amigos tuyos que iba a extrañar, a tus parientes a los que no, a la posibilidad de que seas el amor de mi vida, a nuestros hijos imaginarios, al perro que pensaba adoptar y que iba a terminar llevándose bien con tu gato (aunque vos pensaras lo contrario), a la casa gigante con habitaciones separadas para que yo pueda quedarme trabajando hasta tarde, a la posibilidad de enviudar joven debido a tu genética familiar de mierda. En fin, sepulté un montón de cosas. Tuve mis dos semanas de luto.

Mientras escribo esto entiendo un poco mejor a mis nuevos vecinos. De este lado de Rivadavia se queman las primeras etapas del duelo durante las semanas previas. No es algo “de un día para el otro”. Quien decide irse lo hace porque es infeliz hace tiempo, aunque al otro le cueste aceptarlo.

Perdón, pero ya pasaron veinte minutos. Tengo que levantarme, estirarme, dar unos pasos y cambiar de posición. La gente de acá me mira raro. Tuve que hacerle un gesto al mozo señalándome la espalda. Murmuré “problemas en la columna” para las señoras de la mesa de al lado. 
Ahora sí puedo seguir escribiendo.

Hace unos años siempre terminaba enamorándome de gente de mi estatura o más alta. Las personas bajitas no me llamaban la atención hasta que apareció #MeatIsMurder en mi vida. Me alteró todos los gustos. Fue la primera vez que me enfrentaba a una diferencia de altura notable. Y ojo: yo estoy al borde de ser petizo, no vayan a pensar que me creo alto.

Después de #MeatIsMuder dejé de prestarle atención a la estatura. Bah, dejé de prestarle atención a todo. Los desesperados intentos por no sentirme solo me desconfiguraron los niveles de exigencia.

Es preocupante como nos tomamos con naturalidad sacrificar hasta nuestra comodidad para que el otro se sienta bien frente a sus complejos. Hoy tengo una joroba incipiente a la que debería bautizarla con tu nombre. Me obligué a encorvarme. En algún momento equivoqué el camino y quise parecerme a vos. Quise ser lo que vos querías que sea.

Durante el último fin de semana que pasamos juntos, mientras volvíamos de comer afuera se me escapó una observación algo inocente. “Te llevo casi una cabeza, me hacés sentir más alto”. Lo solté como si recién nos conociéramos, como si fuera uno de esos chistes torpes que hago en las primeras citas. Vos me miraste como si hubiera dicho una obviedad y me preguntaste si recién ahora me daba cuenta.
Sí, amor, recién ahora me doy cuenta.

Necesito que alguien me camine por la espalda. No doy más del dolor, debería parar de escribir pero no puedo, quiero aprovechar el impulso. La última vez que mi mano estuvo tan frenética fue durante esa época qué tenías mucho trabajo y yo tenía que arreglármelas solo.

¿Te acordás de aquella vez que cortamos por un tiempo? Yo te dije que necesitaba a alguien que me recuerde que tengo la capacidad de hacer lo que me proponga, que me recuerde que el único enemigo que tengo soy yo mismo y mi pereza. Ese día en mi cuarto te dije que no podía estar con alguien que termine, intencionalmente o no, potenciando todas mis inseguridades.

Creí que lo habías entendido, pero con el correr de los días te diste cuenta que era cartón pintado. En aquel momento, todo lo que venía de mí era cartón pintado. Me había convertido en una frágil imitación de lo que alguna vez fui, en una escultura armada con los escombros de una tragedia y que fue ensamblada a las apuradas para que nadie note que alguna vez estuvo rota. Yo no estaba listo para volver a recoger mis pedazos del piso. Vos no querías hacerte cargo de la destrucción de tu obra.

Te volviste mi Dios. Acepté que hicieras y deshicieras a tu antojo porque tu palabra era santa. Porque creía en tus buenas intenciones. Me volví diminuto, más encorvado, más moldeable. Dediqué mis días a amarte y guardé mi talento en un lugar donde no pudiera ofenderte. Donde no pudiera recordarte que, a pesar de todo, yo seguía siendo más alto que vos y que tarde o temprano volvería a caminar erguido.

Los que no me conocen creerán que te escribo esto porque estoy enojado, resentido. Qué te señalo los defectos públicamente porque me seguís importando. Por suerte, todos están equivocados. Yo te amo, y te voy a amar siempre. Te amo tanto que te deseo lo mejor. Y lo mejor que pude hacer por vos es haberte dejado antes de ir en busca de mi talento. Antes de volver a caminar erguido.


Sé que podría haberme quedado a recordarte la persona diminuta que sos, pero ese es tu estilo, no el mío. Ojalá que el pibe al que le toque estar en mi lugar le tome menos tiempo darse cuenta.

martes, 6 de agosto de 2013

mami mami mami mami, ¿viste qué paso?
hiciste "sana sana" y el dolor se esfumó.

jueves, 1 de agosto de 2013

¡No te vayas si estoy durmiéndome! 
Que quiero despertarme y ver tus ojos prendidos