Finalmente, después de mucho tiempo perdemos el miedo y logramos decirle la frase más temida por la humanidad. La frase que logra hacernos visualizar todas las cagadas que nos mandamos desde el día que nacimos: “Tenemos que hablar”.
La otra persona sabe que lo que se viene no es bueno. Nunca habíamos “tenido” que hablar hasta el momento, hablábamos porque sucedía, porque lo disfrutábamos. El “tener” que hablar implica la obligación de tratar un tema que nos resulta imposible seguir ignorando. Su cara es una mezcla de miedo e incertidumbre. No tiene la menor idea sobre qué queremos hablar, pero sabe que no va a tener la razón y eso ya le genera bronca. El que propone hablar lleva la delantera.
Lo ensayamos ¿Pero por qué? Porque no es fácil. Cada vez que estuvimos en frente suyo todo lo analizado perdió peso. Pensamos: “¿Es tan importante decirle todo esto que me molesta?”. Es importante, pero sin querer volvemos a dejar de pensar en nosotros, como de costumbre. Volvemos a justificar cada actitud de mierda. Nos convencemos de que en nuestra historia de amor nos vinieron a rescatar para llevarnos a vivir felices por siempre cuando en realidad nos confinaron a vivir dentro de un castillo de mentiras. Un castillo construido por nosotros mismos.
Caminamos de una punta a la otra y esperamos que llegue. Repasamos el libreto y tratamos de pensar que esta vez no terminará en lo mismo de siempre. En aquel vacío “perdón, fue sin querer, no lo hago más”. ¿De verdad vale la pena semejante momento de mierda cuando sabemos el desenlace? ¿Cuándo sabemos que nada va a cambiar? ¿Cuándo sabemos que nosotros vamos a volver a permitir que nada cambie?
Entonces llega. Tratamos de mantener una actitud neutra mientras le decimos: “Pasá, sentate”. Somos como los protagonistas de la canción “How to save a life”, de The Fray, salvo por la parte en la que comienzan a gritarse. Sabemos que no podemos levantar la voz. No podemos hacer nada para que se sienta mal. Somos como esos padres que son controlados por sus hijos. Lo nuestro es un vínculo enfermo, de otra manera no se puede explicar que nos cueste tanto hacer enfrentar al otro con su error. Convertimos su error en nuestro error. Nos hacemos cargo de crímenes que no cometimos y aceptamos la condena: una vida llena de falsos “estamos muy bien juntos”.
Llega el momento de la función. Tenemos el guión ensayado, el público frente a nosotros y la escena montada para que la crítica nos aplauda de pie. Pero entonces el pánico escénico nos invade una vez más y no nos queda otra que dar de baja el espectáculo antes de su estreno con nuestro latiguillo más gastado: “No, nada”. La otra persona atónita nos preguntará si estamos seguros. “Sí, tranqui. Dejá, ya fue”.
Ojalá dentro de poco podamos decirle que lo nuestro es lo que “ya fue”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario