martes, 9 de abril de 2013

No, nada [@Zabodice]


Finalmente, después de mu­cho tiempo perdemos el miedo y logramos decirle la frase más temida por la humani­dad. La frase que logra hacernos visualizar todas las cagadas que nos mandamos desde el día que nacimos: “Tenemos que hablar”. 
La otra persona sabe que lo que se viene no es bueno. Nun­ca habíamos “tenido” que hablar hasta el momento, hablábamos porque sucedía, porque lo disfru­tábamos. El “tener” que hablar implica la obligación de tratar un tema que nos resulta imposible seguir ignorando. Su cara es una mezcla de miedo e incertidumbre. No tiene la menor idea sobre qué queremos hablar, pero sabe que no va a tener la razón y eso ya le genera bronca. El que propone hablar lleva la delantera. 
Lo ensayamos ¿Pero por qué? Porque no es fácil. Cada vez que estuvimos en frente suyo todo lo analizado perdió peso. Pensamos: “¿Es tan importante decirle todo esto que me molesta?”. Es impor­tante, pero sin querer volvemos a dejar de pensar en nosotros, como de costumbre. Volvemos a justifi­car cada actitud de mierda. Nos convencemos de que en nuestra historia de amor nos vinieron a rescatar para llevarnos a vivir felices por siempre cuando en realidad nos confinaron a vivir dentro de un casti­llo de mentiras. Un casti­llo construido por noso­tros mismos. 
Caminamos de una punta a la otra y esperamos que llegue. Repasamos el libreto y tratamos de pen­sar que esta vez no termi­nará en lo mismo de siem­pre. En aquel vacío “perdón, fue sin querer, no lo hago más”. ¿De verdad vale la pena semejante momento de mierda cuando sabe­mos el desenlace? ¿Cuándo sabe­mos que nada va a cambiar? ¿Cuán­do sabemos que nosotros vamos a volver a per­mitir que nada cambie? 
Entonces llega. Tratamos de mantener una actitud neutra mien­tras le decimos: “Pasá, sentate”. Somos como los protagonistas de la canción “How to save a life”, de The Fray, salvo por la par­te en la que comienzan a gritarse. Sabemos que no podemos levan­tar la voz. No pode­mos hacer nada para que se sienta mal. So­mos como esos pa­dres que son contro­lados por sus hijos. Lo nuestro es un vínculo enfermo, de otra ma­nera no se puede ex­plicar que nos cueste tanto hacer enfren­tar al otro con su error. Convertimos su error en nuestro error. Nos hace­mos cargo de crímenes que no cometimos y aceptamos la condena: una vida llena de falsos “estamos muy bien juntos”. 
Llega el momento de la fun­ción. Tenemos el guión ensayado, el público frente a nosotros y la es­cena montada para que la crítica nos aplauda de pie. Pero entonces el pánico escénico nos invade una vez más y no nos queda otra que dar de baja el espectáculo antes de su estreno con nuestro latigui­llo más gastado: “No, nada”. La otra persona atónita nos pregun­tará si estamos seguros. “Sí, tran­qui. Dejá, ya fue”. 
Ojalá dentro de poco poda­mos decirle que lo nuestro es lo que “ya fue”.


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