Martes. Microcentro. Suena “A la
próxima” de Loli Molina.
Hace mucho que no me siento en un bar a escribir, mucho menos a mano. Estoy tratando de alejarme un poco de la computadora porque me duele la espalda constantemente, tengo una postura de mierda.
Antes
no era así. En un momento dejé de quererme, no sé bien que pasó. Sentía tan
poco amor propio que ya no me molestaba que la gente me vea gordo, encorvado y
en jogging. Supongo que el haberme puesto de novio tuvo algo que ver en todo
esto: querer tanto a alguien hace que te olvides de dejar algo de amor para vos
mismo.
Yo supe que lo nuestro iba a terminarse dos
semanas antes que vos. Es la primera vez que me pasa, generalmente me entero
último. Nunca me tocó ser el que dice “hasta
acá llegué”. Me hiciste mudar del otro lado de Rivadavia ¿Si es mejor
dejar o ser dejado? No sé, todavía no lo decidí, pero al menos estoy
entendiendo un montón de cosas sobre mis exs que antes no me cerraban.
Las veces que fui abandonado pasé días sin
comer ni dormir, no me entraba en la cabeza como la persona que hasta ayer me
decía “te amo” hoy me estaba deseando lo mejor y que sea muy feliz en mi vida.
Una vida donde no íbamos a estar juntos. Parecía una tomada de pelo.
Cuando alguien sabe que va a renunciar a un
laburo de mierda aprovecha para mandarse todas las cagadas posibles. Saber que
no hay nada que perder te da la posibilidad de convertirte en un hijo de puta
sin culpa. Casi termino garchándome cualquier cosa que tuviera un corazón
latiendo. Hasta se me ocurrió contagiarme ladillas para poder pasártelas a modo
de suvenir. Pero no lo hice, no estaba en mis planes ponerme a tu nivel. Por
primera vez en mi vida podía irme de una relación con las manos limpias y no
quería arruinarlo.
En esas dos semanas en las que yo sabía que
lo nuestro iba a terminarse me dediqué a disfrutar por última vez todo lo que
me gustaba hacer con vos. La última vez que íbamos juntos al cine. La última
vez que teníamos una discusión de dimensiones bélicas para decidir cuál
película íbamos a ver. La última vez que me cagabas groso al aprovechar que
como yo no tenía tarjeta de crédito tenías que sacar las entradas para el
cine que está cerca de tu casa porque ahí sí tenías descuento. La última vez
que teníamos una discusión de dimensiones bélicas para decidir a dónde íbamos a
cenar. La última vez que escuchaba tu “¿vas
a comerte todo eso?” (que en realidad significaba “si engordas un kilo más
te inscribió en lo de Cormillot”). Disfruté todo por última vez, incluso
las cosas que ya odiaba de vos.
Hoy me desperté cantando, como hacía antes
de conocerte. Extrañé tu voz reclamándome que las mañanas son para estar en
silencio y para pensar en todo lo que hay que hacer en el día. Durante un año
tuve que tararear en mi cabeza hasta que vos cruzabas la puerta para irte a
trabajar, pero en cuanto te ibas yo despertaba a tus vecinos desafinando “I want you
back” de los Jackson 5. Hacía la coreografía mientras me
preparaba el desayuno, recién ahí comenzaba mi día. Te amaba tanto que esperaba
a que te fueras para poder ser yo mismo. Me amaba tan poco que no noté eso
hasta esta mañana.
En esas dos semanas te velé. A vos y a
nuestra relación. Sepulté los planes juntos, a los amigos tuyos que iba a
extrañar, a tus parientes a los que no, a la posibilidad de que seas el amor de
mi vida, a nuestros hijos imaginarios, al perro que pensaba adoptar y que iba a
terminar llevándose bien con tu gato (aunque vos pensaras lo contrario), a
la casa gigante con habitaciones separadas para que yo pueda quedarme
trabajando hasta tarde, a la posibilidad de enviudar joven debido a tu genética
familiar de mierda. En fin, sepulté un montón de cosas. Tuve mis dos semanas de
luto.
Mientras escribo esto entiendo un poco
mejor a mis nuevos vecinos. De este lado de Rivadavia se queman las primeras
etapas del duelo durante las semanas previas. No es algo “de un día para
el otro”. Quien decide irse lo hace porque es infeliz hace tiempo, aunque
al otro le cueste aceptarlo.
Perdón,
pero ya pasaron veinte minutos. Tengo que levantarme, estirarme, dar unos pasos
y cambiar de posición. La gente de acá me mira raro. Tuve que hacerle un gesto
al mozo señalándome la espalda. Murmuré “problemas en la columna” para
las señoras de la mesa de al lado.
Ahora
sí puedo seguir escribiendo.
Hace unos años siempre terminaba
enamorándome de gente de mi estatura o más alta. Las personas bajitas no me
llamaban la atención hasta que apareció #MeatIsMurder en mi vida. Me
alteró todos los gustos. Fue la primera vez que me enfrentaba a una diferencia
de altura notable. Y ojo: yo estoy al borde de ser petizo, no vayan a pensar
que me creo alto.
Después de #MeatIsMuder dejé de
prestarle atención a la estatura. Bah, dejé de prestarle atención a todo. Los
desesperados intentos por no sentirme solo me desconfiguraron los niveles de
exigencia.
Es preocupante como nos tomamos con
naturalidad sacrificar hasta nuestra comodidad para que el otro se sienta bien
frente a sus complejos. Hoy tengo una joroba incipiente a la que debería
bautizarla con tu nombre. Me obligué a encorvarme. En algún momento equivoqué
el camino y quise parecerme a vos. Quise ser lo que vos querías que sea.
Durante el último fin de semana que pasamos
juntos, mientras volvíamos de comer afuera se me escapó una observación algo
inocente. “Te llevo casi una cabeza, me hacés sentir más alto”. Lo solté
como si recién nos conociéramos, como si fuera uno de esos chistes torpes que
hago en las primeras citas. Vos me miraste como si hubiera dicho una obviedad y
me preguntaste si recién ahora me daba cuenta.
Sí, amor, recién ahora me doy cuenta.
Necesito que alguien me camine por la
espalda. No doy más del dolor, debería parar de escribir pero no puedo, quiero
aprovechar el impulso. La última vez que mi mano estuvo tan frenética fue
durante esa época qué tenías mucho trabajo y yo tenía que arreglármelas solo.
¿Te acordás de aquella vez que cortamos por
un tiempo? Yo te dije que necesitaba a alguien que me recuerde que tengo la
capacidad de hacer lo que me proponga, que me recuerde que el único enemigo que
tengo soy yo mismo y mi pereza. Ese día en mi cuarto te dije que no podía estar
con alguien que termine, intencionalmente o no, potenciando todas mis
inseguridades.
Creí que lo habías entendido, pero con el
correr de los días te diste cuenta que era cartón pintado. En aquel momento,
todo lo que venía de mí era cartón pintado. Me había convertido en una frágil
imitación de lo que alguna vez fui, en una escultura armada con los escombros
de una tragedia y que fue ensamblada a las apuradas para que nadie note que
alguna vez estuvo rota. Yo no estaba listo para volver a recoger mis pedazos
del piso. Vos no querías hacerte cargo de la destrucción de tu obra.
Te volviste mi Dios. Acepté que hicieras y deshicieras
a tu antojo porque tu palabra era santa. Porque creía en tus buenas
intenciones. Me volví diminuto, más encorvado, más moldeable. Dediqué mis días
a amarte y guardé mi talento en un lugar donde no pudiera ofenderte. Donde no
pudiera recordarte que, a pesar de todo, yo seguía siendo más alto que vos y
que tarde o temprano volvería a caminar erguido.
Los que no me conocen creerán que te
escribo esto porque estoy enojado, resentido. Qué te señalo los defectos
públicamente porque me seguís importando. Por suerte, todos están equivocados.
Yo te amo, y te voy a amar siempre. Te amo tanto que te deseo lo mejor. Y lo
mejor que pude hacer por vos es haberte dejado antes de ir en busca de mi
talento. Antes de volver a caminar erguido.
Sé que podría haberme quedado a recordarte
la persona diminuta que sos, pero ese es tu estilo, no el mío. Ojalá que el
pibe al que le toque estar en mi lugar le tome menos tiempo darse cuenta.